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Más allá de todas, todos y todes

Hace aproximadamente cinco siglos comenzó una revolución lingüística en América Latina que no vería fin: la imposición del idioma español. A regañadientes, mapuches, incas, guaraníes y charrúas tuvieron que dejar atrás su lengua natal, y parte de su historia, para reemplazarla por esta extranjera que se consideraba correcta.

Tres siglos más tarde, aquella imposición bajo el filo de una espada estaría nuevamente en la mira pública.

La “controversia filosófica”  de 1842, que partió como un movimiento de pseudo-hipsters ilustrados, creó los primeros “manuales de vicios del lenguaje”, apuntando con el dedo aquellas palabras parias que no se adecuaban al estatus social esperado. De esta forma, la ciudadanía y los textos tuvieron que dejar atrás el “voh” para reemplazarlo por el pronombre personal “tú”.

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Hoy, 500 años más tarde, la pugna por una lengua definitiva aún no termina.

La lucha por un lenguaje inclusivo no es un fenómeno auténtico de Chile. Hace tres años, el activismo trans en Suecia celebró la aceptación académica del pronombre neutro “hen”. En nuestro país, este cambio gramatical se ha reflejado en la incorporación del pronombre personal terminado en “e” en adición al masculino “o” y al femenino “a”. Pero, ¿por qué se pide este cambio?

Existen dos corrientes que justifican este tipo de lengua. La primera, fundamentada por el activismo queer, establece que el sistema binario de pronombres (mujer y hombre) no engloba a las personas que no se sienten identificadas por estos géneros, de ahí la necesidad de uno extra. Por otra parte, la segunda corriente establece que el pronombre neutro eliminaría la generalización en masculino y, con ello, la invisibilización de la mujer.

A primera leída puede sonar lindo, revolucionario, moralmente correcto. Pero, ¿esto es una solución real al problema?

El género, por definición, es la expresión de nuestro sexo a raíz de diversos cánones sociales. Por ende, podrían haber tantos como personas, ya que tu manera de ser mujer u hombre no necesariamente coincidirá con la de otra persona. Entonces, el cambio a una estructura gramatical completa solo entorpecería el lenguaje. A su vez, la inclusión de la “e” como respuesta a la generalización en masculino seguiría perpetuando la invisibilización femenina, solo que esta vez estaría camuflada bajo una suerte de discriminación positiva.

Es cierto, el lenguaje es dinámico y refleja el pensamiento social de la comunidad. Por este motivo, la problematización y reflexión en esta área siempre será un avance. Sin embargo, a veces la solución pasa por algo mucho más sencillo.

La recomendación es simple: ampliar el uso del idioma para aquellas palabras que son neutras: personas, gente, vecindad, comunidad, población, ciudadanía, alumnado, profesorado, dirección, directiva…

De todas formas, y tal como nuestros antepasados tuvieron que aprender hace trescientos años atrás, ninguna lengua es inmutable. Si las personas lo adhieren a su costumbre, los diccionarios y académicos lo volverán oficial.

Quién sabe, quizá en veinte años más lo tengamos tan naturalizado que dejaremos de mirarnos los unos a los otros para mirarnos les unes a les otres.

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