Si la inteligencia artificial está dando sus primeros pasos, la ética que la conformará se encuentra todavía en una etapa embrionaria. Por eso el dilema ético al que nos enfrentaremos empieza a generar interés en algunos sectores y preocupación en otros.
La cuestión es que, a medida que avanzan los progresos en inteligencia artificial, se hace más complicada la introducción de valores en la máquina si estos no son programados o introducidos a tiempo. Algunas pruebas recientes en inteligencia artificial han reflejado que la máquina pone resistencia a la reprogramación una vez que ya ha sido configurada. Como si, a medida que la inteligencia aumentara, la resistencia a modificaciones también lo hiciera.
Uno de los problemas reales que existe hoy con la programación de la ética en una inteligencia artificial consiste en no disponer todavía de algoritmos capaces de introducir en la máquina conceptos como libertad, amor, justicia, alma o conciencia, ya que, en el cerebro humano de un ser inteligente, dichos conceptos se van forjando no solo como definiciones de un libro de texto sino como experiencias de vida.
La tarea de las próximas generaciones científicas será la de crear los sistemas de aprendizaje necesarios para que la máquina sea capaz de asimilar por sí misma y asociar los conceptos teóricos a sus propias experiencias, para ir modificando estos conceptos a través del tiempo y adecuándolos a cada circunstancia, como sucede en el ser humano.
Según investigadores como Gary Marcus, “prácticamente todo el mundo en el campo de la inteligencia artificial cree que las máquinas algún día superarán a los humanos y, en cierto nivel, la única diferencia real entre los entusiastas y los escépticos es un marco de tiempo”.
Humanos más inteligentes, robots más humanos
Una gran parte del desafío actual radica en reequilibrar ambas dimensiones de un mismo mundo: aumentar la inteligencia en el individuo y lograr la humanización de la tecnología.
Aunque, por supuesto, muchos nos preguntamos hasta qué punto las máquinas podrán ser humanas si aún desconocemos una gran parte de las capacidades y dimensiones que posee el cerebro humano. Según David Weinberger, “hay más realidad en lo virtual que en lo real”, aunque lo real siga permaneciendo desconocido.
El futuro nos promete un escenario en donde las relaciones serán habituales entre humanos y máquinas y algunas voces ya manifiestan que cuanto más conocen a la gente más quieren a sus robots. Las máquinas prometen ser fieles, leales, incansables, comprensivas y muy humanas. Pero, ¿y si esa humanización llevara a las máquinas a descubrir la envidia, el miedo y la ira? ¿Serían las máquinas entonces la mejor compañía para el ser humano?
Lo que nos preocupa hoy
Lo que preocupa a la mayoría de las personas en el futuro inmediato no es la potencial capacidad destructiva de la inteligencia artificial, sino perder su puesto de trabajo. Casi seis de cada diez de los empleos actuales en los países de la OCDE están en riesgo de desaparecer por el auge de la robotización. Pero la historia nos ha enseñado que ser apocalípticos no sirve de nada porque seguramente la robotización abra un nuevo escenario laboral.
Nuestra experiencia más tangible y cercana es la de internet y desde esta experiencia podemos observar cómo ha cambiado de forma radical nuestra vida y nuestros conceptos de espacio y tiempo tal como los conocíamos. Prueba de ello es el cambio sobre nuestra percepción de la distancia. Ahora aquellos que estaban lejos están cerca, ya que las comunicaciones son instantáneas, así como la información y el acceso al conocimiento. Hoy uno puede estudiar por internet lo que desee desde cualquier lugar del mundo con acceso a la red e informarse de lo que sucede en casi todos los rincones del planeta en tiempo real.
Pero los avances de la ciencia no se detienen aquí y, cuando creemos que ya nos hemos adaptado a uno, aparece otro para volver a poner patas arriba nuestro mundo. Hoy, la inteligencia artificial y la fabricación de máquinas y robots que reemplacen al humano en algunas tareas es algo que ya ocurre en Corea del Sur o Japón, donde los recepcionistas de muchos hoteles han sido ya reemplazados por máquinas que nunca se cansan de los reclamos de un huésped y que siempre tienen la respuesta correcta para dar en cada situación. Y no serán sólo las recepcionistas, también otros puestos de trabajo, como el rubro de la prostitución, que estará equipado con máquinas que siempre estarán dispuestas a atender a sus clientes y a cubrir todo el abanico de opciones para el que estén programadas. Es muy probable que con el tiempo incluso las emociones puedan ser programadas, pero ¿serán reales?
Riesgos y soluciones
La máquina parece ser la solución a largas y tediosas horas de trabajo humano y a la vez intuimos que encarna un gran riesgo para la sostenibilidad de la población humana. ¿De qué trabajarán los empleados humanos desplazados? ¿De dónde saldrán los recursos para cubrir sus pensiones? ¿Pagarán impuestos los robots? ¿Cotizarán en la seguridad social? ¿Tendrán derecho a sanidad y reemplazo de partes? ¿Serán eternos o tendrán una fecha de caducidad?
Intentar delimitar una sola ética que sea común para la nueva especie de vida artificial es una utopía, ya que un robot programado en China por un programador chino no será igual al robot programado en Arabia Saudí por un programador musulmán, u otro programado en los Estados Unidos. La máquina terminará siendo un producto creado a imagen y semejanza de su creador, y conformarán sociedades iguales a las de ahora, pero indestructibles e inteligentes.
Todos sabemos que la ética humana no es más que la programación mental de cada pueblo y en el siglo XXI la diversidad de mentalidades es enorme, así que lo más probable es que con los robots y las máquinas suceda lo mismo que con las personas.
¿Máquinas inmortales?
Si intentamos abordar la ética desde el punto de vista occidental quizás podamos llegar a algunas conclusiones y aplicar una normativa parecida a la que usamos con los humanos. Las mismas reglas para todos y así todos tan felices sería la solución. Pero ¿se puede regular a una máquina que puede llegar a ser inmortal igual que a un ser predestinado a morir, como es el ser humano?
En esto están trabajando los científicos hoy, en hacer que el humano también pueda acceder a la vida eterna, pero ya no a través de promesas de paraísos post mortem y múltiples reencarnaciones, sino a través de la sustitución de órganos dañados o avejentados e incluso logrando detener en algún punto el envejecimiento y el deterioro corporal que lleva inevitablemente a la muerte.
Por supuesto, el acceso a la vida eterna no estará al principio al alcance de todos los bolsillos ni de todas las conciencias; quienes tengan determinadas creencias religiosas seguramente no vean correcto estos nuevos sistemas ni los novedosos sistemas de concepción en los que hoy también trabaja la ciencia y que nos darán la opción de engendrar superbebés elegidos por catálogo, de constitución perfecta y con altísimos niveles de coeficiente intelectual.
Pero no hay que preocuparse tampoco por la conciencia porque ya ha aparecido una nueva gama de soluciones para calmarlas y cambiar el microchip a los humanos religiosos. Han nacido las tecno-religiones para que todo aquel con necesidad de dios siga teniendo al alcance a uno mucho más moderno y que posibilite la opción de la vida eterna y demás opciones que ofrece la ciencia sin ninguna culpa.
Como podemos ver, los robots no son los únicos que corren el riesgo de ser programados y reprogramados según las necesidades de la época y de cada circunstancia, por eso nada de lo que suceda en el futuro debería resultarnos demasiado ajeno.
El ser humano ha demostrado poseer una flexibilidad impresionante para el cambio y una admirable capacidad de adaptación de su ética a la medida de cada ocasión. ¿Serán los robots súper inteligentes capaces de sobrevivir y sobrellevar la contradicción con la maestría con la que la llevan los humanos? ¿O los robots tendrán conciencia?
La versión original de este artículo fue publicada en el número 109 de la Revista Telos, de la Fundación Telefónica.
Andy Stalman, profesor del Executive MBA, IE University
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.