El Gobierno de los Estados Unidos asesinó al general iraní Qasem Soleimani, comandante de la Fuerza Quds (el ala de élite de los Cuerpos de la Guardia Revolucionaria Islámica de Irán), en un ataque aéreo que tuvo lugar en las primeras horas del día 3 de enero.
Se trata del último y más avance dramático encuadrado en la guerra subsidiaria que continúan librando EE UU e Irán. Gran parte de este conflicto se ha desarrollado en territorio iraquí, incluido el ataque reciente a la embajada estadounidense en Bagdad, cuya responsabilidad, según la Administración Trump, fue de la República de Irán. Como respuesta, las autoridades iraníes, con el ministro de Asuntos Exteriores Javad Zarif a la cabeza, acusando al país norteamericano de cometer un acto de “terrorismo internacional” al acabar con la vida de Soleimani en lo que han calificado como una “escalada extremadamente peligrosa y estúpida ”.
Si bien es demasiado pronto para predecir las consecuencias de esta última operación, la eliminación del general iraní supone un paso más en la política de crímenes y asesinatos selectivos de los Estados Unidos, amén de establecer un precedente arriesgado en el marco de la política internacional.
El Departamento de Defensa de Estados Unidos emitió un comunicado en el que justifica el ataque con drones afirmando que Soleimani estaba “planificando activamente ataques a diplomáticos estadounidenses y miembros de las tropas en Irak y en toda la región”. En la declaración se recuerda con especial énfasis que el Gobierno americano considera a la Fuerza Quds una organización terrorista extranjera, además de subrayar que la acometida se escuda en la protección de las tropas desplazadas y en la determinación por impedir futuros ataques.
Sin embargo, Soleimani era, fundamentalmente, un poderoso militar extranjero que, por otra parte, no suponía ninguna amenaza inminente para los ciudadanos estadounidenses (o, al menos, no se conocen detalles sobre tal cuestión). Estos dos puntos, el tipo de objetivo eliminado y la naturaleza de la presunta amenaza, han sido siempre elementos cruciales en cualquier decisión del Gobierno de los Estados Unidos referente a llevar a cabo un asesinato selectivo o un ataque preventivo.
La justificación de los ataques: de Reagan a Obama
Desde mediados de la década de los 70, una orden ejecutiva prohibió a los organismos gubernamentales estadounidenses llevar a cabo asesinatos. No obstante, aunque mantuvo dicho mandato, la administración Reagan se esforzó por crear el espacio legal y político que necesitaba para eliminar terroristas cuando lo creyera conveniente. El criterio de la CIA y el Pentágono en ese momento valoraba el uso de la fuerza contra el terrorismo como un asunto completamente distinto, por lo que quedaba exento de responder ante la prohibición firmada por el presidente Gerald Ford.
Un elemento esencial para la justificación del Gobierno de Reagan, como quedó claro en la Directiva de Seguridad Nacional 138, se apoyaba en la consideración de las medidas como preventivas y siempre desplegadas en defensa propia contra objetivos que supusieran una amenaza inminente para los intereses y las tropas estadounidenses.
En perspectiva, podemos observar como un importante precedente para el asesinato de Soleimani el hecho de que algunos miembros del Gabinete de Reagan defendieran que los objetivos no tenían por qué ser terroristas, sino que podrían dirigirse ataques contra autoridades de Estados que apoyasen el terrorismo.
En este sentido, y aunque no existe un reconocimiento unánime, varias fuentes primarias y secundarias coinciden en que la administración Reagan intentó asesinar al líder libio Muamar el Gadafi mediante un ataque aéreo sobre su cuartel general y su casa, pero Gadafi sobrevivió al bombardeo. Los miembros del Gobierno estadounidense de la época negaron torpemente que el presidente libio constituyera un objetivo, pero esperaban, al igual que hace Trump en la actualidad, que el ataque funcionase como una medida disuasoria.
Tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, la persecución de terroristas y presuntos terroristas se convirtió en una prioridad de la política antiterrorista de Estados Unidos. Tanto es así que la cifra de ataques perpetrados con drones aumentó de manera considerable durante la primera legislatura de Barack Obama en el Despacho Oval de la Casa Blanca.
En su segunda legislatura, sin embargo, Obama realizó un tardío y poco convincente esfuerzo por adaptar la política antiterrorista estadounidense a los estándares legales internacionales en el desarrollo de acciones en defensa propia. La iniciativa se fundaba, en parte, en la premisa de que los terroristas controlados suponían una amenaza inminente para Estados Unidos. Lo cierto es que la administración Obama le dio un significado un tanto vago al concepto de “inminente”, y la justificación legal sentó unos precedentes internacionales que otros Estados, como Turquía o Pakistán, no han tenido ningún problema en seguir.
Aun así, el ataque con drones que mató a Soleimani va más allá incluso de la política reciente desplegada por el país norteamericano, y parece demostrar algo que permaneció implícito a lo largo de los años en los que Reagan ostentó el poder. Las acciones ejecutadas por Estados Unidos han dejado claro que la prohibición de llevar a cabo asesinatos excluía a terroristas no de Estado que supusieran una amenaza inminente. Soleimani estaba al frente de la guerra subsidiaria no declarada entre Estados Unidos e Irán, y es la ausencia de declaración la que podría haber convertido a Soleimani en un objetivo legítimo (como fue el caso del general Yamamoto en la Segunda Guerra Mundial). Al ocupar un cargo militar extranjero, su asesinato parece chocar con la prohibición o, cuanto menos, desafiar la orden ejecutiva.
La estrategia de Trump
La justificación oficial del Departamento de Defensa es un compendio detallado de las acciones elaboradas por Soleimani en el pasado:
Durante los últimos meses, orquestó ataques a bases de la coalición en Irak (entre los que se incluyen la ofensiva del 27 de diciembre) que provocaron que varios miembros de las tropas estadounidenses e iraquíes sufrieran graves heridas y algunos de ellos fallecieran. Asimismo, el general Soleimani aprobó los ataques sobre la embajada de Estados Unidos en Bagdad.
De cualquier modo, no existen pruebas que demuestren la inminente amenaza que Soleimani supuestamente suponía. Esto puede parecer un asunto sin importancia, pero es la piedra angular que sostiene la justificación legal del ataque aéreo. Todo parece indicar que no fue asesinado por ser una figura amenazante, sino como represalia por los últimos acontecimientos y para evitar hipotéticos ataques en el futuro.
De hecho, Agnes Callamard, relatora de la ONU experta en ejecuciones extrajudiciales, ha expuesto que es muy probable que Estados Unidos haya procedido al margen de la legalidad en este caso.
El Gabinete de Trump se ha negado hasta el momento a desgranar y justificar su política de asesinatos selectivos, pero esta última operación socava aún más las leyes domésticas e internacionales, y lo que es peor: sienta un precedente peligroso para que se sucedan los asesinatos selectivos dentro del contexto internacional.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.